Así se hace ciencia en el campo colombiano
Por: Vanessa Restrepo
Luz Doris Chantré creció viendo cómo el agua que sobraba después de lavar y despulpar el café en la finca de sus padres marchitaba las plantas que se cruzaban en su camino. Todas menos una: la heliconia. Nunca entendió por qué (tampoco se lo preguntó) hasta que un día de 2014 un instructor del Sena les preguntó a ella y a sus compañeras de la Asociación Agrocomercial Coffi Mujeres,en La Plata, Huila, cuál era el principal problema de sus fincas.
Todas reconocieron que era la contaminación de las fuentes de agua cerca de los beneficiaderos. “Lo que haiga ahí se muere, menos las heliconias que son muy fuertes”, dijo Luz ese día.
Juntos, campesinas y docente, visitaron decenas de fincas para confirmar que aquella observación era cierta y después de seis meses de pruebas crearon un sistema de tratamiento de aguas residuales que incluía filtración con piedras, gravilla y plantas de heliconia. Era muy artesanal, pero funcionó: la vegetación ya no se secaba y las quebradas no se contaminaban.
“Fue una unión de conocimientos. Los profesores no sabían lo que hacían las heliconias y nunca se había creado un sistema así. ¡Imagínese! Nosotras sin salir de la finca estábamos haciendo ciencia”, dice Luz antes de soltar una carcajada sonora.
Hoy tres fincas cafeteras tienen sus propias plantas de tratamiento de aguas residuales y más de 280 personas se han capacitado para replicarlo. Investigadores de la Universidad Surcolombiana estudiaron el sistema, verificaron su efectividad y determinaron que el agua que salía después del tratamiento era apta para el riego y podía recibir un tratamiento adicional para sel consumo humano.
Lo que sucedió en la comunidad de La Plata fue apropiación social del conocimiento, es decir, un mejoramiento de las condiciones de vida tras el acercamiento de la comunidad con la ciencia, la tecnología y la innovación.
El zootecnista Eywar Niño Flores lo explica en palabras más sencillas: “De nada sirve una investigación grande o una tesis laureada si se queda en el laboratorio y no le llega a las empresas o comunidades que la necesitan. La aplicación del conocimiento para mejorar la vida de la gente es lo que lo hace valioso”. Y él sabe de lo que habla, hace casi seis años, mientras escuchaba noticias sobre congresos internacionales para evitar la extinción del cóndor de los Andes (Vultur gryphus) se encontró con que en el páramo El Almorzadero, entre los departamentos de Santander y Norte de Santander, varios campesinos estaban atemorizados porque esa ave, que hasta aparece en el escudo de Colombia, los estaba dejando sin sustento porque se comía las cabras y ovejas, el centro de la economía local.
El problema se estaba saliendo de control, pues no había un sistema de cría y las ovejas pastaban en enormes planicies donde eran presa fácil. Para evitar que fueran cazadas, algunos campesinos ponían carroña envenenada y otros le estaban disparando a las aves.
La causa del problema era desconocimiento de tecnologías, falta de acceso a capacitación y recursos, además de la ganadería extensiva. Nosotros nos juntamos con varias entidades y les propusimos a 10 campesinos empezar a cambiar el sistema de producción. Fue duro convencerlos porque se apegaban a lo que les habían enseñado de niños, pero lo logramos, agrega Niño.
El proyecto empezó a andar y en menos de un año transformaron las primeras 11 fincas:aislaron los nacimientos de agua, sembraron árboles y definieron zonas de pastoreo específicas donde además podían controlar el peso y la salud de las cabras y ovejas. La productividad subió, las pérdidas de ganado bajaron y un año después otros 10 campesinos se sumaron a la iniciativa.
Desde entonces cinco grupos científicos han llegado al páramo a estudiar este nuevo sistema de biocomercio y conservación. En 2019, luego de crear una asociación, los campesinos ganaron el concurso A ciencia cierta, liderado por el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación, y entonces otro descubrimiento llegó: “con los recursos y la asesoría que nos dieron compramos los primeros paneles solares. Ellos no sabían que esa tecnología existía pero gracias a ella hoy tienen luz en las casas, dónde cargar sus celulares y hasta la posibilidad de tener cercas eléctricas. Todos están felices”.
Algo similar pasó en el corregimiento Tierra Santa de El Roble, Sucre, cuando en enero de 2015 un hombre llegó buscando larvas entre las plantas que allí usualmente se fumigaban porque se consideraban maleza. Era Jhon Jeir Ortega y su actividad resultaba tan extraña que algunos lo empezaron a llamar “el loco”. “Se burlaban porque para ellos, que estaban pendientes del ganado, las mariposas eran insignificantes”, recuerda hoy.
Pero a los niños sí les dio curiosidad. Empezaron a llevarle orugas que encontraban y guardaban en bolsas plásticas y días después volvían para ver en qué se convertían y les contaban a sus padres. Jhon les dijo que esa era una opción económica, y la mayoría no entendió su idea.
Poco tiempo después llegaron algunos investigadores de la Universidad del Norte que ayudaron en la identificación de las especies y confirmaron que allí había potencial ecológico, pero también económico. La comunidad se unió y construyó un mariposario con materiales rústicos y desde entonces más gente se ha ido sumando al proyecto.
La unión de conocimientos ancestrales con ciencia fue inevitable y creó nuevos saberes. “Aquí la gente es muy celosa con el conocimiento y hasta el lenguaje es distinto. En la universidad hablan de mordedura de serpiente y acá dicen picadura de culebra, pero en todo caso hay curanderos que con plantas salvan a la gente. Hace un tiempo hicimos un trabajo con ellos y me mostraron las plantas que usaban. Las pudimos identificar con el nombre científico y verificar sus propiedades. La gente también aprendió a saber qué mariposa es según la planta donde ponga los huevos”, agrega el líder comunitario.
Esta iniciativa de uso sostenible y conservación de la biodiversidad fue seleccionada en el concurso A ciencia cierta. Con los recursos obtenidos y la asesoría de varias universidades, los habitantes de Tierra Santa construyeron un mariposario más resistente y un sendero ecológico de seis hectáreas de longitud para la conservación de flora y fauna.
Hoy 28 familias de la comunidad adelantan gestiones para conseguir una licencia de comercialización que les permita dedicarse a la producción y venta de orugas y crisálidas.
Unión que hace la fuerza
Los proyectos de innovación de Luz, Eywar y Jhon tienen varios elementos en común: problemas difíciles de resolver, un acercamiento a la ciencia, y una solución nacida de la suma de conocimientos y saberes.
Los tres aseguran que las investigaciones de las universidades acercaron a las comunidades a la tecnología, y reconocen que ese contacto fue posible gracias a iniciativas como A ciencia cierta, un programa de apropiación social del conocimiento en el que se fortalecen experiencias de desarrollo mediante ciencia, tecnología e innovación.
Ángela Bonilla Ramírez, líder de Apropiación social del conocimiento en el Ministerio de Ciencia, tecnología e innovación, explica que esta es una iniciativa que parte de dos premisas: la suma de conocimientos y la participación ciudadana. Lo que se busca, aclara, “es reconocer a los grupos sociales que unen fuerzas para buscar soluciones”.
La sorpresa es que muchos de quienes participan ni siquiera son conscientes de que están innovando. “El 98 % de las veces la gente empieza a trabajar en una mejora y no saben que están produciendo ciencia y tecnología”, detalla Bonilla.
La de 2020 fue la versión número cinco del concurso y se enfoca en oportunidades de desarrollo local. 270 experiencias fueron postuladas, 50 preseleccionadas y 30 elegidas para el fortalecimiento gracias al voto electrónico de 21 313 personas.
En estos cinco años, 807 proyectos de todo el país han sido postulados y 94 fueron seleccionados para su fortalecimiento mediante estímulos económicos y asesorías especializadas. Los departamentos con más iniciativas han sido Santander y Norte de Santander, Amazonas, Putumayo, Guaviare, Meta, Nariño, Cauca, Huila, Valle, Cundinamarca, Boyacá, Caldas, Chocó, Antioquia, Córdoba y Magdalena.
Luz Doris recomienda participar porque dice que es un gana-gana: el campesino tiene mejores condiciones de vida y los impactos en el planeta se reducen.
“Después de esa experiencia entendimos que el campo es la empresa de nosotros, y que la ciencia no son solo señores de bata en un laboratorio. A mis hijos ya les dije que yo quería que se formaran, que aprendieran del mundo, pero que volvieran al campo para que esos conocimientos le sirvan a mucha más gente”.
En este especial le presentamos las historias de 30 experiencias comunitarias que fueron reconocidas por A ciencia cierta en 2020.
Vanessa Restrepo es Comunicadora social y periodista, egresada de la Universidad de Antioquia. Tiene experiencia de 12 años en medios de comunicación escritos como El Mundo, ADN, El Tiempo y El Colombiano.
Las ilustraciones son de Brian Gómez